Fe, Poder y Verdad
Una reflexión sobre la instrumentalización del Evangelio
En el discurso público contemporáneo se ha vuelto frecuente la apropiación de símbolos religiosos con fines ideológicos. Este fenómeno, que no distingue entre derechas e izquierdas, plantea un desafío ético y teológico: ¿hasta qué punto puede el lenguaje de la fe ser utilizado para legitimar causas políticas? En América Latina, la figura de Jesús y la retórica del Evangelio han sido invocadas por líderes de distintas corrientes para dotar de autoridad moral a sus proyectos, convirtiendo la religión en un lenguaje de poder más que de fe.
Desde Carl Schmitt hasta Jürgen Moltmann, la teología política ha advertido que todo poder tiende a sacralizarse. El cristianismo, con su profunda carga simbólica sobre el Reino, la redención y la justicia, ofrece un vocabulario especialmente susceptible de ser reinterpretado fuera de su contexto soteriológico. Cuando un líder político cita a Jesús para justificar movilizaciones o alianzas, sin asumir el contenido teológico de su mensaje —centrado en el amor al prójimo, la reconciliación y la verdad—, se produce una secularización funcional del Evangelio.
El Cristo histórico se transforma entonces en emblema de una causa social, y su cruz se convierte en pancarta de reivindicación, desprovista de su sentido redentor. Así, la fe deja de ser camino de salvación para convertirse en instrumento de legitimación. Existe una incoherencia en el apoyo simultáneo a movimientos que exaltan valores de libertad y a otros que promueven visiones religiosas restrictivas. En términos teológicos, este sincretismo ideológico —la fusión acrítica de valores incompatibles bajo el lenguaje de la “liberación”— distorsiona el mensaje del Reino, que no pertenece a ningún bloque humano, sino que los trasciende a todos.
En este sentido, la compasión deja de ser virtud cristiana y se convierte en recurso persuasivo. El problema no es apelar a Jesús, sino hacerlo sin conversión interior ni coherencia ética. Como advirtió Bonhoeffer, la “gracia barata” es aquella que se predica sin cruz ni discipulado. La religión, cuando se convierte en instrumento de propaganda, pierde su capacidad profética y se vuelve cómplice del poder.
El cristianismo no necesita ser bandera política para transformar la sociedad; su fuerza radica en el testimonio, no en la instrumentalización. Jesús no vino a servir de argumento partidista, sino a inaugurar un Reino que trasciende las fronteras del poder humano. Por ello, tanto el político que cita la Biblia como el crítico que la usa para atacar deben recordar que la Palabra de Dios no se presta a la manipulación: ella interpela, juzga y transforma a todos los que la pronuncian.
El mensaje de Jesús se funda en la unión inseparable entre verdad y amor. La compasión auténtica no es sentimentalismo ni indulgencia moral, sino un compromiso con la dignidad del ser humano a la luz de Dios. Cuando la compasión se desliga de la verdad, se convierte en herramienta política. Los políticos que invocan la misericordia cristiana pero niegan la responsabilidad moral utilizan la emoción como mecanismo de control. La ética del Reino exige coherencia: no se puede predicar justicia mientras se alimenta el odio, ni hablar de amor mientras se promueve división. La fe sin verdad es propaganda; la verdad sin amor es tiranía.
El cristianismo auténtico no se somete al poder, lo confronta. La voz profética denuncia tanto la opresión externa como la hipocresía interna. Usar el nombre de Jesús para sostener ideologías humanas es repetir la tentación del desierto: poner a Dios al servicio de los fines del hombre. El Reino de Dios no se construye mediante discursos populistas ni exaltaciones del resentimiento, sino mediante la conversión del corazón. La Iglesia y la sociedad necesitan discernir entre la voz del Evangelio y la voz de la propaganda, entre la compasión que redime y la que manipula.
La religión, cuando se usa como instrumento de poder, deja de ser camino de fe para convertirse en escenario de demagogia. La fe no necesita ser ideología ni pancarta: su fuerza está en el testimonio, en la coherencia moral y en el amor que transforma.
El cristianismo no fue dado para justificar revoluciones humanas, sino para anunciar la reconciliación total. Jesús no vino a servir de argumento político, sino a revelar la verdad que libera. Toda manipulación de su nombre —ya sea desde la derecha o desde la izquierda— traiciona el espíritu del Evangelio. Solo una fe que se mantiene libre del cálculo político puede conservar su poder redentor y su voz profética en medio del mundo.